lunes, 25 de junio de 2012

Si volviera a nacer, volvería a quererte


<<Si volviera a nacer, volvería a quererte>>.
Tras volver a escuchar esas palabras en mi cabeza, subí a la azotea. Esquivé a varios médicos, algunos tan ensimismados en sus cosas que ni se fijaron en mí; otros tan dispersos en tareas ajenas a la medicina que prácticamente ni me miraron. Aunque, bien pensado, ¿quién querría fijarse en un viejo sesentón, sin afeitar, y con el pelo blanco y graso? Como el ascensor no parecía llegar nunca, me armé de valor y empecé a trepar por los estrechos escalones que subían en espiral. Jamás pensé que la edad iba a marcar de forma tan dolorosa mi cuerpo. A cada paso que daba tenía que recobrar el aliento y la mano me resbalaba por la barandilla a causa del sudor. El tiempo no tiene piedad con nadie, pero conmigo se había ensañado especialmente. 


Mientras realizaba mi arduo ascenso, rememoré mi juventud, aquellos años en los que subir unos escalones no me suponían ningún esfuerzo. Había pasado ya tanto tiempo que ni con toda la voluntad del mundo hubiese podido recordar hasta el último detalle. 
Abrí la puerta de metal, blanca por un lado y gris por el otro, con trozos de pintura descascarillada por los suelos. Nadie iba a la azotea. Pero no porque no quisieran, sino porque nadie sabía lo que había allí: una enorme explanada vallada que mostraba el espesor de edificios de la ciudad. Aquel hospital era tan viejo que todos los médicos recientes o jóvenes no sabían de la existencia de ese lugar. Todo lo viejo se acaba olvidando o sustituyendo por algo más actual. En este caso, según tenía entendido, por la cafetería reformada que habían instalado en el ala este. 
Me acerqué a un trozo de barandilla y apoyé los antebrazos. Lancé un largo suspiro, saqué un cigarrillo del bolsillo del pantalón y lo encendí con ansia. Fumar se había convertido en una especie de obsesión. Necesitaba tener un cigarro entre los labios para poder serenarme y concentrarme. Tarde o temprano (y yo era plenamente consciente de ello) acabaría conmigo, pero a mi edad, pocas cosas te quitan el sueño, así que no iba a dejar mi pequeño vicio por algo que, más pronto que tarde, sucedería.
Y con cada calada, cada nube de humo que se alejaba, fui paseando mi mente por todos los días que había vivido hasta llegar al primero. Y no era el día de mi nacimiento. El día en que nací de verdad, Clara, fue cuando te conocí.
>>No recuerdo bien si era martes o miércoles. Lo que sí sé es que tenía que darme prisa en llegar a la escuela y recoger a Inés. Mi madre siempre decía que la responsabilidad de una familia no está en un miembro solo, sino en todos y cada uno de los que la componen. En consecuente, mi tarea como hermano mayor era proteger a Inés… y recogerla del colegio todos los días. Lo más normal era que llegara tarde, ya que nunca fui demasiado puntual para las cosas, pero aquel día no fue por mi culpa. 
Mi gran afición siempre ha sido (y es) leer. Como mi horario era diferente al de mi hermana, aprovechaba los minutos libres para volcarme en los libros de la biblioteca. Pero justo aquel día la biblioteca había cerrado antes así que tuve que desviarme hacia un parque cercano para leer uno de los libros que llevaba encima. El resto es historia: al no haber una amable bibliotecaria que me echara porque “iba a cerrar ya”, me despisté y me retrasé sobremanera. 
Corría como loco por la calle, empujando a algunos niños y saltando sobre los pequeños parterres que había en mitad, y no me di cuenta de que Inés no estaba sola. Me acerqué a ella, gritando su nombre, y se giró hacia mí con gesto divertido. Cos sus mejillas rollizas y los pómulos excesivamente rosados, me dedicó una sonrisa mellada al tiempo que se apartaba y dejaba entrever a la persona que estaba hablando con ella.
>>Y entonces fue cuando te vi por primera vez, Clara. Estabas allí quieta, con tu menudo cuerpecito apoyado sobre el muro de ladrillo, sujetando con ambas manos las correas de la mochila de cuero, con tus trenzas ligeramente encrespadas, y con esa tez tuya tan bronceada por el sol y cálida. Tú me miraste y apartaste los ojos, no sé si por vergüenza o porque no te interesaba. Inés se despidió de ti, pero no dijo tu nombre. Tú, con la voz queda, le devolviste el gesto. Pero cuando yo hice lo propio, ni siquiera me miraste. Quizá sonó demasiado bajo.
De camino a casa interrogué a Inés. ¿Quién eras? ¿Acababas de llegar a ese colegio? ¿Eras menor que Inés? ¿De qué os conocíais? Quería de repente saciar mi curiosidad desbocada. Inés me contó lo que sabía: me dijo que te llamabas Clara, que a pesar de tener un año más que ella estabas en su curso porque perdiste un año entero de clases, que antes vivías en un pueblo cercano y que os habíais mudado recientemente. Me contó que no tenías problemas para hacer amigos, que sólo llevabas dos semanas de clase y ya te querían como a una más. Llegamos a casa e Inés no volvió a hablar de ti. Y sin embargo, yo no podía apartar tu imagen de mi cabeza.
>>Los días siguientes decidí intentar coincidir contigo a la salida de las clases, pero nunca llegaba a tiempo. A veces incluso me escapaba de la última hora para esperarte, y como no aparecías empecé a preguntarme si no habías sido producto de mi imaginación. Inés me comentó que a veces te ausentabas durante días y que volvías con aspecto lánguido. Di por perdida cualquier nueva oportunidad para encontrarte y me dediqué a continuar con mi rutina. Bastó con que dejara de pensar en ti para que volvieras a aparecer ante mí.
La tarde de un sábado, padre y madre habían salido a hacer unos recados muy importantes. En consecuencia, mi deber era quedarme en casa y cuidar de Inés y mi anciana abuela. Estaba colocándole un mantón a ésta última cuando llamaron a la puerta. Inés, pegada al televisor que padre había comprado la navidad pasada, ni se inmutó, así que fui yo mismo a abrir. Al mirar por la mirilla, el corazón me dio un vuelco. Estaba nervioso y no sabía por qué. Al abrir, te saludé con una media sonrisa, torpe y descuidada. Tú te sorprendiste al verme y me preguntaste por Inés. Me sentí decepcionado por el poco interés que mostrabas en mí pero a la vez eufórico por volver a verte. Era un sentimiento inexplicable. Inés y tú salisteis ese día a jugar al parque. Lo sé porque miré cómo os marchabais desde el balcón de la cocina. 
>>Llegó el invierno y tú te habías convertido en alguien casi de la familia. Madre te dejaba pasar la noche en casa, a la vez que tu madre dejaba a Inés dormir en la vuestra. Y yo cada vez te veía más. Conseguí con varias insistencias que por fin me hablaras y, cuando nadie nos veía, conversábamos sobre cosas insignificantes. Tardé en darme cuenta de que, no sólo yo, sino que tú también empezabas a sentir algo. 
¿Recuerdas el día del lago? Madre y padre nos llevaron a los tres a pasar el día en un lago, cerca de la ciudad. Como ya era primavera y hacía bastante calor, nos bañamos durante horas. Me acuerdo de que llevabas unos pantalones cortos y te negaste a quitártelos. Yo pensé que te daba pudor, por lo que no insistí mucho. Dime, Clara, ¿recuerdas ese día? Te saqué del agua y, cogidos de la mano, te llevé hasta un saliente cerca de la orilla más alejada. Inés estaba frita y mis padres hacía rato que habían vuelto a la casita de madera. Tú te dejaste llevar, incluso me apretaste la mano con esos dedos tan finos. ¿Te acuerdas? Ese día, cuando el sol comenzaba a declinar y parecía que el tiempo se hubiese detenido, sentados sobre el risco, ese día, el día que te confesé lo que sentía. Y tú me miraste, sonrojada hasta las cejas, con esos ojillos tuyos tan brillantes y me dijiste que también yo te gustaba. Ahora que han pasado los años recuerdo con poca viveza la historia, pero ni el tiempo ha conseguido borrar de mi mente tu aroma, la calidez de tus labios, o el brillo de tus ojos. 
>>Ahora que por fin sabía lo que sentías, mi vida había dado un giro de 180 grados. Pero la tuya parecía seguir el mismo ritmo. Volvías a ausentarte, cada vez por más tiempo, y las respuestas a mis cartas eran escasas y breves. Yo estaba tan enamorado de ti que únicamente pensaba en mi capricho de verte. Y cuando lo hacía y nadie miraba, te abrazaba y te apretaba contra mí. Más de una vez me dijiste que aflojara un poco el gesto, y más de una vez ignoré tu queja. Nadie sabía lo que compartíamos, pero seguro que todos lo sospechaban. Tú me hacías sonreír con cualquier cosa, y parecía un bobo cuando me quedaba leyendo alguna misiva tuya. No me di cuenta de lo rápido que pasaron los meses. Estaba tan emocionado por estar contigo y que tú sintieses lo mismo que me descuidé y no te presté la atención que requerías. Tuvieron que pasar dos años para que me diera cuenta.
>>Igual que recuerdo los buenos, también tengo memoria de los peores momentos de mi vida. Recuerdo que te acercaste a mí con los ojos llorosos. Habías estado dos semanas fuera y yo no había sabido nada de ti. Mi primera reacción fue enfadarme, pero al ver tus lágrimas reprimí el impulso de abrazarte y te pregunté el motivo. 
Ni siquiera me había fijado en lo mucho que habías crecido. Tu pelo era ahora una larga melena castaña y tu rostro estaba más enjuto y alargado. Pero tus ojos seguían teniendo esa expresión melancólica y triste. Y ahora lloraban. Te sequé una lágrima y me preparé para lo que tuvieras que decirme. Pensándolo bien, jamás podría haberme preparado lo suficiente para algo así.
>>Los médicos lo llaman Melanoma. Manchas en la piel descaradas aparecen sobre la dermis debido a una exposición excesiva al sol. Cáncer. Al parecer también había un factor genético en todo esto. Un pariente tuyo también lo tuvo. Al haber estado trabajando en el campo, en tu pueblo, tanto tiempo, horas y horas bajo el sol y sin saber que había riesgo de que se produjera, la enfermedad fue inmediata. Al ver mi cara, sin duda pálida como una sábana, te levantaste levemente el bajo de los pantalones y yo mismo pude comprobar las manchas de color pardo sobre tus piernas. En ese momento entendí todo lo que pasaba. Tus ausencias, tus manías de ir siempre muy tapada, y tus largos silencios en las cartas que me enviabas. Yo estaba demasiado abatido como para poder decir nada. Te miré y me vi reflejado en tus ojos. Sentí cómo me recriminaban por no haberte ayudado y me desprecié por ello. Tú buscaste mi apoyo pero yo no tenía fuerzas para moverme. Todo mi mundo se estaba desmoronando a mi alrededor y no podía hacer nada para evitarlo. 
Nada. 
Ni siquiera el día que me miraste a los ojos sin llorar, cogiéndome la mano, y te despediste de mí. Me había hecho la promesa de no derramar una sola lágrima ante ti pero no pude contenerme. Te supliqué como un niño chico, te apreté la mano con fuerza, pero tú me devolviste una expresión triste y sonreíste. 
Acostada sobre la camilla del hospital, parecías una muñequita de porcelana que se había caído al suelo y se había roto por dentro.
Tus palabras me cogieron por sorpresa:
-No te culpes por nada –dijiste con voz apagada. –Tú no podrías haberme ayudado aunque lo hubieses sabido. De hecho, has hecho más por mí que todos los médicos que me han atendido. ¿Sabes? No tengo ninguna duda. Si volviera a nacer, volvería a quererte. 
Me obligaron a salir de allí. No me dejaron quedarme a tu lado. Sé que tardaste media hora más en irte. Y yo no pude hacer nada.
Desde entonces han pasado cuarenta y cuatro años. Yo sigo viviendo con ese peso. Intento remendar mi error, no haber podido salvar lo que yo más quería, ayudando a otros. Por eso me hice médico. Por eso estudio cómo combatir lo que te apartó de mi lado. 
Porque, Clara, yo no podría volver a quererte ya que nunca he dejado de hacerlo.


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Espero que os haya gustado. Fue un trabajo que tuve que hacer en clase de lengua en segundo de bachillerato. 
¡Gracias por leer!


Atentamente,
Sher.

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